viernes, 3 de octubre de 2008

5a. Sección - Le llaman Jesús

5a. Sección
Le llaman Jesús. Jesús es la Palabra de Dios que se hace hombre y da su vida para entrar en la nuestra: para hacernos libres, y efectiva­mente hermanos a todos los hombres.

Así surge nuestra amistad con Dios, que hace fácil y fe­cundo nuestro esfuerzo, y alienta los sue­ños más felices, las empre­sas más difíciles. 



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Fue muerto, y crucificado,
y sólo para salvar
al mundo que hoy se olvida
de toda su bondad.

No quiso la violencia.
Él enseñó a querer.
Él predicó justicia, y
hoy se hace todo al revés.

Fue mucho lo que enseñó,
y es poco lo que aprendimos.
Quizás porque nunca vimos
todo lo que Él nos dio.

Él nos marcó el camino
donde encontrar amor,
y hoy sólo se camina
por donde va el dolor.

Al rechazar la Palabra de Dios, el primer hombre y la primera mujer se encontraron de pronto con el espí­ritu sujeto y dependiente de la materia, lejos de Dios, con la razón en tinieblas, igual que el mundo circundante. El paso de Jesús por la tierra tuvo el efecto contrario.
Porque, siendo un hombre como nosotros, su concien­cia es la de Dios mismo —no a su imagen como la nuestra—, la Palabra de Dios surge de su propia fuente en su voz y en sus ges­­tos. Al aceptar la voluntad del Padre, superando toda tentación, hasta la muer­te en la Cruz, nos muestra el camino y lo allana.
La razón y el mundo se abren a la luz del bien, que asumido sin fisuras por un corazón humano, se hace posible a los corazones de todos los hombres, sin límites de tiempo ni de espacio, y nos permite alcanzar la verdad.
­ Con la potencia del increado creador de la vida, Jesús nos de­vuelve, con su Resurrección y la Eucaristía, el ho­ri­­zonte de paz y de jus­ti­cia, de pu­re­­za y de miseri­­cordia, que es lugar de nuestro encuentro per­sonal con Dios y con los hom­bres, que estaba anulado bajo el dominio de la carne y de los sentidos.



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Hay un hombre que está solo.
Tiene triste la mirada;
con sus manos lastimadas,
que no dejan de sangrar.

Él sembró todas las flores.
Tiene muchos familiares.
Tiene tierras, tiene mares,
pero vive en soledad.

Le llaman Jesús.
Cada vez está más solo.
Sus hermanos lo olvidaron.
Sin querer lo lastimaron,
y hoy se muere de dolor.

Ya cumplió más de mil años
y parece siempre un niño.
A Él, que dio tanto cariño,
hoy le niegan el amor.

Todos presentimos la riqueza que encierra el nombre de Jesús, que nos salva; que está sobre todo nombre; que en occidente divide a la his­toria en Antes y Des­pués, y la surca desde hace dos mil años con su presencia palpitante, que se manifiesta de lleno en la fiesta del Domingo.
En cada misa lo acom­pa­ñamos mis­te­rio­sa­mente en el Cal­vario, y de allí se nos llega cada día como pan vivo: que nos comu­nica su propia vida. Todo lo bueno, bello y noble que hay en los hom­bres y en el mundo proviene de esa poderosa raíz, pascual, que le devuelve su vitalidad —su coherencia— a lo humano.
Injertándose en nues­tras vidas por los sa­cra­men­tos, a los cristianos nos asocia directa­mente a su propia mi­sión de infor­mar y de vivificar al mundo en la verdad y en el amor.

Dejarlo solo es la injusticia de las injusticias:  salvándola se restablece la justicia..  El desfalleci­miento de nuestra visión so­bre­natural y la falta de generosidad de nuestra entrega desvirtúan la espe­ranza —patrimonio común de todos los hombres— y hacen recrudecer su dolor cada día...


En lo más íntimo de su vida sacrificada, despojado en nuestras manos, el Hijo del Hombre acom­paña —encauzándola— la tragedia humana: en agonía que se alivia cada vez que, unidos a su misterio, aprendemos a mirar con sus ojos, y a llamarlo por su nombre.


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Dios está muy triste.
La culpa es de todos.

¡Dios está muy triste!
¡Se contagia el odio
en los hombres del mundo!
¡Crece día a día la pena, el dolor!

Dios está muy triste.
La culpa es de todos.
¡Necesita el mundo un poco de amor!

¡Que recen todos los hombres del mundo!
¡Que rece el rico! ¡que rece el ciego!
¡Que rece el blanco! ¡que rece el negro!
¡Recemos todos el nombre de Dios!

Dios está muy triste.
La culpa es de todos.

¡Tanta indiferencia y cuánto dolor!
¡Se contagia el odio
en los hombres del mundo!
¡Necesitan todos un poco de amor!

¡Que recen todos los hombres del mundo!
¡Que rece el rico! ¡que rece el ciego!
¡Que rece el blanco! ¡que rece el negro!
¡Recemos todos el nombre de Dios!

Dios, creador del Universo, no es un ser anóni­mo, des­­cono­cido o lejano: el “Padre Nuestro”, que resuena, nos lo recuerda. Esta oración resume el Evangelio, y contiene la totalidad del mensaje divino, declarado a todos los hombres, según la promesa hecha a Abraham.
La tristeza de Dios es la del padre del Hijo Pródigo: que ve nuestro sufrimiento a causa del aban­do­no que hacemos de Él, que nos ha hecho capaces de com­par­tir su mirada y su felicidad infinita.
En Jesucristo, la religión no es una búsqueda de Dios a tien­tas: es respuesta personal a Dios que se manifiesta, deseoso de transmitirnos la abundancia de su vida. El nos llama y nosotros le respondemos. El nos nombra y nosotros Lo nombramos.
El sacrificio de Cristo tiene el poder de abrirnos el corazón y la mente: porque nos abre las puertas del Cielo, uno a uno. Identificándonos con su Pala­bra, participamos —como hijos— en la propia visión que tiene Dios de Sí mismo: que es su felicidad y la nuestra.
Reconocer a Dios como Padre providente, que nos brinda un camino seguro y personal que nos devuelve a casa —herma­na­dos— es remedio efectivo contra la indife­rencia; dilu­ye el odio y los vanos en­fren­­­tamientos, y dismi­nuye las penas de este mundo, acer­cándolo al querer del Padre.
Todos los hombres de todos los pueblos, en cualquier situación personal, estamos llamados por igual a vivir desde ya una íntima relación filial con nuestro Padre Dios, que en plegaria confiada haga universal la alabanza y la esperanza.


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Los que no deforman las palabras
y se muestran siempre como son;
ésos que no mienten y trabajan,
los que no han perdido la razón.

Gente simple quiero yo,
que en lo simple está el amor.

Muchos viven más de la mentira,
de otra forma no saben vivir,
en un mundo que ellos se inventaron
de donde tienen miedo de salir.

Gente simple quiero yo,
que en lo simple está el amor.

Hoy que a la moral le ponen precio
y es tan desmedida la ambición,
va mi canto a esa gente simple,
a los que defienden el amor.

Gente simple quiero yo,
que en lo simple está el amor.


El amor está en lo simple.  La sencillez denota la unidad de nuestro querer, que se realiza gracias al amor: que hace que la mirada del alma ilumine a la mirada natural, y nuestras prioridades se establezcan ordenadamente. 

            Así también tomamos posesión de nuestro mundo de sueños e ideales.  La fortaleza nos sostiene en cada esfuerzo, que comienzan por el pequeño deber de cada instante.

            No hay dobleces, y las palabras brillan naturalmente con su valor real.

            Cuando falla el amor la voluntad ya no asiste a la razón, y todo se desdibuja y desmorona.  La felici­dad que se busca resulta ficticia, pasa­jera.  Lejos de ser expansiva, es causa de males para otros.

            Las palabras dejan de ser elocuentes, los actos no son transparentes ni fecundos, y los vínculos pierden solidez y fluidez.

            Si nos perdemos por estos caminos tortuosos, el temor de reconocer el bien y la verdad, y de abrirnos a sus demandas, pone al alma en riesgo de no en­con­trar salida.

            Sin embargo, la sinceridad que  el amor promueve  lo resuelve todo.


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¡Vamos!
No tengas miedo
que allá en el cielo
un nuevo sol despierta ya.
¡Vamos!
Que hay un futuro:
también es tuyo,
y por él hay que luchar.
¡Vamos!
Que nuestros hijos
hoy nos reclaman
un mañana sin dolor.
¡Vamos con alegría!
Que nuestra guía
sea una luz de amor.
Vamos con alegría. ¡Vamos!
Que hay mucha gente
indiferente al dolor de los demás.
¡Vamos!
Que hay un camino hacia un destino
de justicia y de paz.
¡Vamos!
Reflexionemos y no dejemos
que nos venza la maldad.
¡Que nuestra guía sea el amor!

La conciencia es el ámbito de la libertad, que enciende en nuestro interior un horizonte de luz que en secreto nos habla de Dios y de nuestro destino. Si nos dejamos iluminar, simplifica y potencia nues­tras opciones, y aleja los miedos.
Del mismo modo que los perfiles dorados y translúcidos que bordean las nubes del horizonte cuando ama­­nece indican la presencia del sol que no vemos y anuncian la pleni­tud del día, este rescoldo interior señala una presen­cia real y anuncia una plenitud concreta.
Si no lo perdemos de vista, en algún mo­mento descu­bri­mos en este clarear a Cristo mismo, que con su al­ma con­­sus­­tan­­­­cial­­mente uni­da a la Pala­bra es modelo de nues­­tra co­­mu­­nión con Dios, y la fuente de amor por la que se realiza en nuestras al­mas: de modo con­sumado en la comunión eucarís­tica.
En cada sagrario el cielo se posa y se abre realmente en la tierra. En forma de pan, Jesucristo nos reúne en la inti­midad perfecta de la mirada divina, que le da vida al mundo y a nuestros destinos, “aglutinando” el bien y la verdad.
En su casa terrena, Jesucristo nos escu­cha y nos habla, alivia nuestras fatigas y remedia nuestras penas, asociándo­nos a su misión, des­terrando miedos y recelos, con la eficacia del Rey, Médico, Maestro y Amigo que nos es.
El trato personal con Él nos familiariza con las viven­cias pro­di­giosas de su alma: su com­prensión de cada realidad huma­­na, su afán por comuni­carse y cambiar­las; su cariño por las tra­di­­­ciones de su pueblo, que lo anun­ciaban y lo anuncian. Y las limi­­ta­­ciones que se im­ponía y que se impone —por respeto a nues­­­tra libertad, la de cada hombre, que viene a resca­tar— para afirmar su presen­cia úni­ca­mente con la grandeza de su amor infinito: que vence al ser inmolado.


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Todos los niños del mundo
un día se juntarán:
declararán su gran guerra
a los mayores de edad.

Y puede ser que así aprendan
cómo se debe pelear.
Ya que les gusta la guerra
tendremos la guerra en paz.

Cargaremos los cañones con
mil flores, ya verán.
Y tiraremos las bombas,
de caramelos y pan.

Con sus aviones de guerra
desde el aire tirarán
semillas sobre los campos
que pronto florecerán.



            Un día todos quienes logran mantener la sencillez de la infancia, o la añoran,  y son por eso capaces de relacionarse como niños con Dios, entenderán la fuerza prodigiosa que los une, y reconociendo la coherencia y la vitalidad de la verdad desde su raíz, proclamarán una guerra singular.

          Será una guerra en paz, de milagrosas consecuencias, para enfrentar desde el amor y la esperanza a quienes, aferrados a sus errores,  los promueven sin nostal­gia aparente de inocencia,  llamándole  bien al mal, y —tanto peor— mal al bien.

            Cada vez más conscientes de su fuente y de su destino, sujetos a la mano divina que los sostiene y conduce, convocarán a todos los hombres del mundo a armarse  con el coraje de la humildad y de la lucidez.  Serán creadores, renovadores. Descubrirán recur­sos. No descan­sarán hasta el triunfo del Amor.


            Las flores y semillas que derramarán desde lo alto, y el bombardeo de dulces y alimentos, desperta­rán a las almas y a los corazones dormidos a una nueva realidad, en la cual —por la plenitud de la libertad— el error se agotará en su propia incoherencia, y cada problema hallará su solución.
De Santa Teresita del Niño Jesús:
Sí, Amado mío, así es como se consumirá mi vida... No tengo otra forma de demostrarte mi amor que arrojando flores, es decir, no dejando escapar ningún pequeño sacrificio, ni una sola mirada,... y haciéndolas por amor...
¿Y de qué servirán Jesús, mis flores y mis cantos?...   Sí, lo sé, esos pétalos frágiles y sin valor alguno... te fascinarán. Sí, esas naderías te gustarán y harán sonreír a la Iglesia Triunfante, que recogerá mis flores deshojadas por amor y las pasará por tus divinas manos y luego esa Iglesia del cielo, queriendo jugar con su hijita,..arrojará también ella esas flores..sobre la Iglesia sufriente para apagar sus llamas, y las arrojara también sobre la Iglesia militante para hacerle alcanzar la victoria...¡Jesús mío, te amo! Amo la Iglesia, Mi Madre.



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Yo tengo fe que todo cambiará,
que triunfará por siempre el amor.
Yo tengo fe que siempre brillará
la luz de la esperanza.
No se apagará jamás.
Yo tengo fe, yo creo en el amor.
Yo tengo fe, también mucha ilusión.
Porque yo sé será una realidad
el mundo de justicia
que ya empieza a despertar.
Yo tengo fe porque
yo creo en Dios.
Yo tengo fe será todo mejor.
Se callarán el odio y el dolor;
la gente nuevamente hablará
de su ilusión.
Yo tengo fe los hombres cantarán
una canción de amor universal;
yo tengo fe será una realidad
el mundo de justicia
que ya empieza a despertar.



Los hombres cantaremos una canción de amor universal, como universal es la palabra de Dios, que canta en nuestro corazón.
El mundo de hoy —que multiplica vertiginosamente el co­no­cimien­to, y alcanza verdaderos milagros de producción y de comu­­­ni­­ca­ción entre los hombres—, nos ayudará a entender y a asu­mir el compromiso del bien, a relegar para siempre el lenguaje sin verdad y sin vida que genera confusión y escándalo.
Comprenderemos que nuestra ilusión de paz y de justicia, es mani­festación del amor de Dios que nos inspira y nos impulsa. Buscaremos a Dios, lo encontra­remos, lo alaba­remos y lo adorare­mos: como es justo y necesario. Y disfrutaremos sin cesar de su amor paternal.
Combatiendo cada día por el bien y la verdad en el fondo de nuestro corazón, perseverando en la esperanza, un día nos encontraremos todos en el mismo camino.
El amor de Dios se hará patente, y se calla­rán para siempre el orgullo y el prejuicio, con sus violencias y mentiras, y sus secuelas de incomprensión y de dolor.

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