viernes, 3 de octubre de 2008

6a. Sección - Elevemos un canto hacia el viento

6a. Sección

Elevemos un canto hacia el viento nos invita a vivir y a dar a conocer las maravillas de Dios: la fe, el amor y la alegría a las que estamos llamados como hijos de este Padre.

Dios, de quien proviene todo lo bueno, nos insta a cada uno a hacernos eco de su trascendencia. Nos pide que lejos de afligirnos con la carga de nuestros apegos y de nuestras muchas preocupa­ciones, tratemos de salir de ellas, y de ir a El.



Espera de nosotros la mejor respuesta, o al menos una que no apague la esperanza.








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Elevemos un canto hacia el viento,
pero un canto de amor y de paz,
y que el viento lo lleve en sus alas
por el mundo feliz a volar.

Elevemos un canto hacia el viento,
de esperanza y también de amistad,
que despierte alegría en los niños
y en los hombres despierte bondad.

Elevemos un canto hacia el viento.
Y que el viento lo lleve a volar.
Por la gente que está enamorada,
por los hijos que van a llegar.

Elevemos un canto hacia el viento,
con un dulce mensaje de amor.
Por los hombres que labran la tierra,
por aquellos que aman a Dios.






















El viento, que sopla donde quiere, para disipar las nubes o arrancar incluso lo arraigado, es símbolo del Espíritu Santo: que se nos comunica ínti­mamente, como guía y confidente, y nos eleva a su nivel, haciéndonos libres, espiri­tualmente ágiles y felices.

            A Él le encomendamos este canto de amor y de paz  para que no quede a mitad de camino, y llegue a todos los rincones, ins­pirando ale­gría y bondad a todos los hombres del mundo.

            Que este mensaje se eleve dulcemente, sin estri­dencias, como un testimonio de la fecundidad del amor, que nos llama a abrir nuestra alma a su vida, nuestro corazón a la esperanza y nuestra inteligencia a la verdad.








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El que siembra amor
cosecha alegría,
siempre recoge una flor.


En tus manos hay semillas,
en tus ojos agua y sol,
tu palabra es el espacio
para sembrar el amor.


Una luz siempre se encuentra
al que se quiere guiar
para andar por el camino
donde hay amor y paz.


El camino no es difícil
para llegar al amor,
pero muchos se equivocan:
van derecho hacia el dolor.


Siempre habrá una esperanza,
nos alumbra el mismo sol,
todos tienen el derecho
para cultivar su flor.

















El amor pone agua y sol en nuestros ojos: limpia nuestra mirada, y enciende la conciencia.

Así, la razón preside y juzga los mensajes que le envían los sentidos: los sujeta a la verdad, que alumbra nuestra memoria y nuestros proyectos, como semilla que se implanta.

En adhesión amorosa, filial, nuestra vida se impregna del contenido de esa mirada y de su sentido; y sus frutos se difunden en palabras y obras con creciente coherencia.

Con la consiguiente alegría, desde el fondo de la conciencia personal, el amor ilumina la conciencia colectiva.











Creo en Dios
como creo en la amistad y en el amor.
Como creo en el camino,
en el hombre, en el destino,
más allá de todo, creo en Dios.



Creo en Dios
como creo en la lluvia y en el sol,
como creo en la mañana, en el viento,
en la montaña,
más allá de todo creo en Dios.


Yo creo en Dios
más allá de mi alegría y
también del dolor.
Yo creo en Dios,
y no sé si muchas veces
yo merezco su amor.


Creo en Dios
como creo en los hijos y en el sol.
Como creo en el consuelo,
en la tierra y en el cielo;
más allá de todo creo en Dios.















Cuando la imagen de Dios, que late en nuestro interior, por encima de todo conocimiento, toma vida en nosotros, nos hacemos sensibles a su presencia: nos reconocemos a nosotros mismos y a todo lo nuestro bajo su luz.

De este modo oímos el mensaje de las criaturas y la voz de la conciencia, y alcanzamos la certeza de la existencia de Dios, causa y fin de todo.

Sabemos que Dios, nuestro Padre, está presente en nosotros, que vivimos bajo su mirada, y aunque nos apartemos de sus consejos, que nos interpelan, por la humildad reconocemos su faz verdadera, que es la del amor, reconociendo nuestra indignidad y la gratuidad de sus dones.









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Los que tienen y nunca se olvidan
que a otros les falta.
Los que nunca usaron la fuerza
sino la razón.
Los que dan una mano y ayudan
a los que han caído,
esa gente es feliz porque
vive muy cerca de Dios.


Los que ponen en todas las cosas
amor y justicia.
Los que nunca sembraron el odio,
tampoco el dolor.
Los que dan y no piensan jamás
en su recompensa,
esa gente es feliz porque
vive muy cerca de Dios.


Aleluya. Aleluya,
por esa gente que vive y
que siente en su vida el amor.


Los que son generosos y
dan de su pan un pedazo.
Los que siempre trabajan pensando
en un mundo mejor,
esa gente es feliz porque
vive muy cerca de Dios.










Todo hombre re­suelve el llamado de Dios me­diante la elec­ción de una actitud consciente y perso­nal en relación al manda­miento del amor.

Si aún no conocen el nombre de Dios, presienten seguram­ente su rostro quienes reconocen una realidad superior a sí mismos, que los incita a ser justos y miseri­cor­diosos, sin que la emoción ceda al fanatismo o al prejuicio, al egoísmo o al orgullo, permitiendo que la razón —bien enfocada— reine.

Dios está muy cerca, impulsando y alentando, a todos los que viven y sienten en su vida el amor. Así cooperan con Él, en ese orden admirable que Él ha establecido, que despierta nuestra alabanza.

El esfuerzo generoso que está implícito en esta acti­tud los eleva hasta el Señor; los une a Él, asocián­dolos a su sacrificio: por los méritos de su Iglesia Santa, aunque nunca llegasen a saberlo.







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Vivir con alegría significa vivir más.
La vida no es tan fácil,
pero siempre hay que luchar.
Porque todo lo que tú no hagas nadie te lo hará:
cada cual busca el camino hacia su felicidad.



Vivir con alegría significa vivir más.
Es bueno si en la vida uno aprende a valorar
esa mano que se estrecha francamente con calor,
y saber que uno es capaz de recibir y dar amor.



Las tristezas en la vida te envejecen,
vive menos que vive en soledad.
El camino no es muy fácil, pero hay que caminar,
que es la forma de podernos encontrar.



Vivir con alegría significa vivir más,
por eso siempre pienso que uno tiene que buscar
esas cosas que en la vida uno quiere de verdad,
y sentir que no te falta un abrazo de amistad.


















La alegría nace del triunfo de la virtud sobre la in­diferen­cia, de la fe sobre la desconfianza, del amor sobre el resentimiento. Surge de la gratitud y del esfuerzo, cuando somos receptivos y generosos.

Es un “plus”, un “algo más” que se produce en ese constante dar y recibir, en el que vamos avanzando, renovados. Sabiendo que la vida y el amor son como el derecho y el revés de una misma trama, que se teje con los hilos de nuestras disposi­ciones y decisiones en manos del que­rer y del poder de Dios, abiertos a su impulso, que nos hace amables y solícitos, realistas y siempre esperanzados.










Aleluya! Aleluya!
por los poetas que nacen;
por las flores del camino;
por el beso de las madres,
por la sonrisa de un niño;
por la gente que se quiere,
por el agua de los ríos,
por la libertad del hombre,

por tu hermano y por el mío.
¡Aleluya!


Aleluya! Aleluya!

por el canto de las aves,
por la ilusión de la gente,
por las madres que alumbraron,
por el amor que se siente,
por la pureza de un niño,
por la fe, por la alegría,
por la dicha del que ama,
por el pan de cada día.
¡Aleluya!


Aleluya! Aleluya!

por la esperanza del hombre
y por los campos sembrados.
Por aquellos que se sienten
en el mundo enamorados;
por la gente que se quiere;
por la libertad del hombre;
por tu hermano y por el mío.

¡Aleluya!









En esta alabanza a Dios, las ideas acuden a la mente en tropel y da la impresión de que se podría seguir indefi­ni­­da­­mente alabando sin terminar nunca. Debe ser así, porque alabar a Dios es narrar sus maravillas —sus­ten­tadas en su amor—, que se multiplican prodigio­sa­mente: porque son inagota­bles.

Dios es el único hacedor de mara­villas, y si nos acos­tumbramos a reconocer que lo maravilloso alienta en las cosas más simples, no perderemos nunca nuestro rumbo y la esperanza de llegar al fin, con nuestros recursos multipli­cados infinitamente.

La suavidad y sencillez de Jesús en su vi­da terrena y en la Iglesia reflejan estas cualidades de Dios, vivo y actuando en la cre­ación y en la historia, que se hacen patentes.

Si sustituimos nuestro temor y nuestro egoísmo por aspira­cio­nes nobles y generosas, las veremos cumplirse. Dios que creó todo de la nada, puede darnos todo lo que le pidamos si lo hacemos a concien­cia. Se nos da Él mismo.

Dios se anonada: se oculta a nuestros ojos para no impedir nues­tra libertad, pero no es por eso menos pode­roso, y hace concurrir todas las cosas para nuestro bien.

De qué manera lo bueno reinará en el mundo cuando nosotros libremente lo apoyemos con nuestra oración y nuestro com­pro­miso consciente, seguros del poderío real de Dios, que cantaremos.




Salmo 147







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¿Qué importa la raza, qué importa el color?
¡Si somos hermanos: que viva el amor!



Cuando un niño se sonríe
y veo que nada sabe de maldad,
pienso que la vida es linda,
recuerdo mi canto y me pongo a cantar:



¿Qué importa la raza, qué importa el color?
¡Si somos hermanos: que viva el amor!



Cuando pienso que la vida nos dura muy poco,
que pronto se va,
no comprendo cómo hay gente que vive peleando,
en vez de cantar:



¿Qué importa la raza, qué importa el color?
¡Si somos hermanos: que viva el amor!



Cuando veo una pareja que va
de la mano, hablando de amor,
pienso que tal vez un día todos cantarían
también mi canción:



¿Qué importa la raza, qué importa el color?
¡Si somos hermanos: que viva el amor!











Si somos realmente fieles a la vida de la gracia en nosotros, cada una de las almas en las que esta vida está presente es para nosotros una fuente de paz y de felicidad.

La vida de recogimiento y el gozo espiritual hacen algo más que volvernos más afectuosos e indulgentes: crean y sostienen en nuestro espíritu un acorde afinado que le permite vibrar en armonía con lo divino en todo aquello en donde éste se haga oír. Es el mismo Dios, viviente en nosotros, que encuentra a Dios en nuestro prójimo y le sonríe.

La profunda visión de la realidad que discierne a Dios como padre de todos los hombres, providente y amoroso, pendiente de cada uno de nuestros pasos y en permanente comunicación con nosotros, desemboca necesariamente en un perfecto y conta­gioso optimismo.

Ante la sencillez del niño y el amor sincero del hombre y de la mujer, que son signos de la maravillosa predis­posi­ción del hombre para la libertad, y de su capacidad para perfec­cionarla, no parece prematuro entonar ya un canto de amor universal, recordando que el tiempo es corto y que todos somos herederos de los mismos infinitos bienes.

No podemos dejar que la diversidad de razas, de culturas, de formas de opinión y de expresión que enri­quecen el patrimonio común de los hombres difi­culte nuestra unidad, y lo lograremos si somos capaces de conjugar todo en una visión de nosotros mismos acorde a la verdad de nuestro ser.

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